jueves, 29 de septiembre de 2016

San Ciro



-¡Esas cosas no existen, Hipólito!-

Bebió el último sorbo de una cerveza tibia por el calor seco de la noche y golpeó la barra con el vaso. El hombre que estaba detrás lo tomó con desdén y lo llenó de nuevo.

-Es la última, Arnulfo, ya no son horas.-

-¡No me jodas, Pancho! ¿Me vas a decir que tú también le tienes miedo a las ánimas del purgatorio? En ningún lugar se puede sufrir más que en este mundo. Este pueblo muerto donde nos dejó el Misericordioso comiendo polvo, que es lo único que bien se da. Ni el mismo Dios se acuerda de nuestros pecados, ¡Falta que hiciera!

Hipólito apenado se encogió de hombros.

-Te lo digo de veras Arnulfo, allá en el framboyán seco es donde me llama, es un quejido ahogado pero bien que se distingue, me dice por mi nombre y yo siento que la sangre se me pone helada y ni quiero voltiar a ver. Acuérdate que allá vivía Atanasio y allá mesmo en ese árbol lo colgaron los Colorados, por no querer confesar a dónde fue a parar aquel dinero que había robado y guardaba celosamente, y luego lo dejaron ahí secarse que hasta se nos olvidó, igual que se nos olvidaron las esperanzas de que regresara esa dichosa revolución que nomás pasó a alborotar el polvo y nunca la volvimos a ver, que nos olvidó así mesmo, como dices que el Santo Padre lo hizo. ¿Te acuerdas que cuando por fin lo bajaron se desbarataba a pedazos sobre la tierra, igual de seco?-

-Con mayor razón, ¿cómo le has de tener miedo al pobre diablo de Atanasio? Si en vida no sirvió pa’un carajo, muerto no ha de servir de más, sólo para hacer más polvo en este lugar.-

Arnulfo empinó la bebida, se puso el sombrero, dejó un puño de monedas sobre la barra y se puso de pie.
-Ta güeno pues, 'ai los dejo con sus ánimas.-
Caminó fatigado por el calor de mayo y la polvareda levantada por sus pies le resecaba la garganta, las hojas de los árboles murmuraban mecidas por un viento caliente que alborotaba la tierra en remolinos.

Se sentó en una piedra grande y se puso a escuchar a los coyotes, que le aullaban a la madrugada, entonces sintió un aire todavía más caliente en la nuca, como si le resoplaran, pero no se turbó.

-¿Serás tú Atanasio? me vas a callar la boca, cabrón.-

El aire silbaba al atravesar el viejo framboyán que se erguía sobre la figura de Arnulfo. Un quejido sordo lo hizo voltear. Ahí sentado en las raíces del árbol se encontró la figura de un hombre perdido en la penumbra, ataviado con un sombrero de palma y un sarape que sostenía hasta las narices con sus manos.

-Eres tú Atanasio,  no te tengo miedo. La gente que le tiene miedo a los muertos es porque le tiene miedo a la muerte, a encontrarse con su propio destino y verse en sus ojos, yo ya no le temo... ¡Quítate ese sarape que esta noche es la más caliente que he sentido en muchos años!-

-Yo tengo frío- le contestó una voz fatigada desde donde se encontraba aquella sombra que permanecía inmóvil debajo del framboyán.-

La silueta se incorporó y se aproximó a Arnulfo, arrastrando los pies sobre el polvo. Al fin se dirigió a él con una voz ahogada, como si le faltara el aire:

-Necesito que me hagas un favor- dijo señalando el pie del árbol muerto. –‘ai en debajo tengo un guardadito, es tuyo si me haces ese favor. Tómalo y cuando salgas de este pueblo mándame a hacer dos misas con el dinero, el resto es tuyo, te lo puedes quedar- soltó la mano de la cobija y la levantó buscando la de Arnulfo.

-Ta güeno, pues, si encuentro lo que aseguras yo cumplo ese compromiso-, Arnulfo extendió su mano y estrechó la de aquél hombre, cuyo sarape dejó al descubierto un brazo seco y huesudo, estaba muy fría. Un aire helado estremeció todo su cuerpo, sintió miedo y soltó la mano, cayendo sobre sus espaldas. Al incorporarse no encontró ningún alma, sólo el polvo amarillento que le seguía resecando la garganta y la triste figura del framboyán bajo el abismo.

La noche siguiente era aún más ardiente, Arnulfo salió de madrugada, cuidando no ser visto arreó al jumento hasta donde se levantaba el viejo árbol y encendió una lámpara. Con el machete hizo una marca en la tierra cuarteada por la aridez y a uso de pico comenzó su trabajo.

-Esta tierra es terca como todos los que seguimos viviendo en este infierno, prendados a esperanzas y falsas ilusiones. Este pueblo que no nos deja salir ni siquiera con los pies por delante porque la misma tierra nos reclama- mascullaba mientras cavaba la fosa.

Las nubes cubrían con su manto el cielo negro sobre la cabeza de Arnulfo, que sólo se detenía para quitarse el sombrero y limpiar con un paliacate los chorros de sudor, que bajaban en cascadas desde su cana cabeza y hacían pozas en sus ojos.

Los coyotes aullaban de nuevo a la noche como reclamándole la luna a la que no dejaba asomarse.

Al cabo de un par de horas y una fosa de casi tres metros, al fin un ruido metálico dibujó una sonrisa en la cara de un hombre extenuado, se apresuró a cavar hasta revelarse frente a él una pequeña olla de barro ya quebrada, llena de moneditas doradas que resplandecían con la danza de la llama dentro de la lámpara.

Arnulfo reía a carcajadas con los ojos muy abiertos y ansiosamente recogía las monedas metiéndolas en un costal que amarró a su cintura, trepó por el mecate que había atado al árbol y no encontró al asno, que había escapado soltándose de las amarras.  No le dio importancia, no sería difícil encontrar un buen cuaco en cualquier parte. Una vez tapada la fosa echó a caminar hacia San Juan, el poblado próximo, con el costal a los hombros.

El aire caliente y cargado de polvo se le colaba por las fosas de la nariz y le dificultaba la respiración, sintió la garganta más reseca que nunca y el calor lo bañaba en un sudor espeso, la sed incrementaba y el agua racionada no era suficiente. Había caminado hora y media hacia San Juan, apenas divisaba la “Colina del Coyote”, los límites de su pueblo, se sentía más extenuado de lo que recordaba haber estado alguna vez, el costal parecía más pesado.

Los gallos comenzaban a cantarle al alba cuando Arnulfo llegó a la colina, el punto que separaba al pueblo,  allá abajo estaba San Juan y atrás quedaba este lugar olvidado, lleno de miseria y sequía. Las piernas se le doblaban y el peso del costal era ya insoportable, sentía que el polvo había llenado sus pulmones y trataba de respirar ahogándose mientras el corazón se le quería escapar por el pecho, ya no podía transpirar, se le había acabado el sudor. El picor de sus brazos era insoportable y se rascaba tratando de aliviarlos, estaban secos como los de un cadáver ya carcomido por los años.


Cayó de bruces sobre la tierra seca y se arrastró tratando de llegar a la orilla de San Juan hasta que no pudo más, se abrazó al maltrecho costal que tenía frente a sí e introdujo la mano para aferrarse al botín,  abrió el puño frente a sus ojos y contempló el polvillo amarillento deslizarse sobre su cabeza y cegarlo, antes de estremecerse en el último estertor con el cuerpo seco hasta las entrañas y desbaratarse en pequeñas partículas sobre la tierra de San Ciro.